Como país soberano, México nació políticamente dividido y confrontado. Con distintas denominaciones, a lo largo del siglo XIX fueron dos, básicamente, los grupos dominantes que se disputaron el control del Estado: monarquistas contra republicanos, centralistas contra federalistas, escoceses contra yorkinos, conservadores contra liberales, o, como irónicamente en diversos estados del país fueron llamados por el pueblo, “aceitosos contra vinagrillos”.
En la feroz lucha por el poder que caracterizó al siglo, sus propios protagonistas se asumieron en una dicotomía irreconciliable. La disputa fue, se dijo, entre los hijos de Iturbide (tradición conservadora) y los hijos de Hidalgo (tradición liberal). Si bien dicha dicotomía no fue absoluta y debe matizarse, el hecho de que sus protagonistas así la asumieran hizo de las contiendas políticas auténticas batallas cargadas de encono y confrontación.
Ambos grupos representaron, grosso modo, dos tradiciones filosóficas distintas, derivadas, respectivamente, del providencialismo católico y del progresismo ilustrado. Desde los campos de la política y la cultura, una y otra se conocieron bajo las denominaciones de antiguo régimen y mundo moderno. Esa matriz permeó el debate político-ideológico del siglo xix y orientó, en consecuencia, el actuar de los grupos en pugna.